Una de las asignaturas pendientes de España es la reforma del sector público. Si profundizamos bajo la epidermis de la mayoría de los conflictos y protestas actuales no encontramos sólo un problema de conflictividad laboral, sino un debate sobre la implantación, competencias, tamaño o eficiencia de la Administración. Gestionar lo público se ha convertido en un problema endémico que sufre tanto el Estado central como la Administración periférica. La crisis económica y el paro han exacerbado la desconfianza de los ciudadanos hacia lo privado y grandes colectivos quieren seguir amparados más por la seguridad que por el sueldo bajo el paraguas de lo público.
Resulta paradójico que en pleno siglo XXI se esté planteando un conflicto con bases doctrinales muy antiguas, de la primera mitad del XX o del XIX, basadas en corrientes de pensamiento utópicas que creíamos superadas. Pensar desde el Gobierno o desde la oposición que estamos sólo ante un problema laboral auspiciado por sindicatos descontentos con los recortes es, a mi juicio, un solemne error. El asunto es de más calado, ya que está en juego el tipo de sociedad que queremos y ello va a condicionar la organización del Estado para varias legislaturas, gobierne el PP o el PSOE.
Los estudios realizados tanto por fuentes de la Administración como de instituciones privadas insisten en que el problema no radica tanto en la dimensión del sector público, aunque sea lo más llamativo, sino en su ineficacia. Está por definir para qué sirve y cuales son sus competencias. Hay salir del enfrentamiento de lo público contra lo privado, para llevar el debate a la eficiencia y a la asignación de recursos. Quedarse sólo en el conflicto laboral es aplazar lo inevitable.
Artículo publicado por Jesús F. Briceño en el diario LA GACETA (Madrid) el 23 de diciembre de 2012
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