Las medidas de austeridad anunciadas por Cameron en el Reino Unido y Merkel en Alemania han puesto de actualidad el tamaño del sector público y, sobre todo, el hipotético despido de los funcionarios. Cuando Cameron ganó las elecciones anunció que podría recortar hasta 600.000 funcionarios, pero la cifra ya ha bajado a 300.000 y analizando el trasfondo se trata, en realidad, de suprimir cargos y funciones llevadas a cabo por personal contratado en la sanidad, el ejército, la policía o la educación. En la misma línea Ángela Merkel abandera una cruzada contra el despilfarro de la administración, pero tampoco se van a despedir funcionarios de carrera, sino que no se van a reponer las bajas naturales. Algo parecido a lo que se prevé en España en donde el índice de reposición será del 10 por 100, sólo que la norma salta hecha trizas por los contratados, interinos y cargos de libre designación.
España es uno de los países de Europa con más funcionarios, 2.7 millones, superados por Francia (5,2 millones), Alemania (4,5 millones); Polonia (3,5 millones) e Italia (3,4 millones). En proporción por habitantes, la palma se la lleva Suecia (12,3 ciudadanos por funcionario), seguida por Francia con 12,5; Bélgica, Italia y Portugal con 13,0. España, a pesar de la diferencia de población, tiene la misma proporción que Alemania, 18,2 habitantes por cada funcionario. El porcentaje más eficiente es el de Austria o Luxemburgo, con 23,9 y 21,0, respectivamente.
En Europa coexisten sistemas puros de carrera (Bélgica, Alemania, Grecia o Austria) o de empleo (Suecia) y, con algunas peculiaridades, el Reino Unido. El sistema español de carrera se caracteriza por la inamovibilidad como garantía de la independencia; la selección con carácter general para cuerpos y de forma excepcional para puestos (personal eventual e interino) y régimen especial disciplinario y de incompatibilidades. En cualquiera de los casos, salvo el régimen italiano que ha dado un giro copernicano, las posibilidades de despido son muy remotas.
El paradigma del funcionario como servidor público, investido de un blindaje a perpetuidad, es el francés, en donde el empleado que acredita los conocimientos y titulación adecuada se incorpora a un cuerpo de la administración. En Italia, desde 2001, se está produciendo una revolución administrativa de la función pública con la incorporación del convenio colectivo como relación contractual del funcionario con el Estado; ha desaparecido de facto el acto de nombramiento y se contempla la rescisión unilateral del empleador, es decir el despido. En el Reino Unido convive un sistema dual de estructura abierta que engloba a los altos funcionarios adscritos a los tres escalones más altos de la administración y una estructura cerrada en la que se puede ir ascendiendo por promoción interna. Existe un catálogo de derechos y deberes y un código de gestión que regula la clasificación, indemnización, despidos, etc.
En España el último intento de racionalización de la Función Pública fue promovido por el ministro de Administraciones Públicas Jordi Sevilla en 2005. Cuando el plan se presentó el número de funcionarios era de 2.358.000. Hoy, lejos de racionalizarse, ha aumentado casi en otro medio millón. Sevilla pretendía una administración más cooperativa, funcional, eficaz, flexible, cualificada y próxima al ciudadano e incorporaba términos “revolucionarios” como la evaluación, la redistribución geográfica y las jubilaciones anticipadas. El rechazo fue tal que firmó con este plan su propio cese.
Los funcionarios en España sólo pueden ser amonestados o separados del servicio (no existe el término despido) por causas disciplinarias tal como recoge el Estatuto Básico del Empleado Público (Ley 7/2007 de 12 de abril) en los artículos 93 y siguientes. Las causas son tan laxas y el procedimiento tan complejo que hace prácticamente imposible su aplicación y más de forma generalizada por causas económicas o de organización, tal como ocurre con el derecho laboral común.
(Ilustración: Este es uno de los chistes más famosos de Forges y que más circula por la red)
Artículo publicado por Jesús F. Briceño en la revista EPOCA (Suplemento dominical de LA GACETA) el día 14 de noviembre de 2010
España tiene tres grandes retos en los próximos meses: la reforma del sistema financiero, la del mercado laboral y la del sistema productivo. Ninguna debe llevarse a cabo desde una óptica partidista y necesitan de transparencia y un amplio consenso.
El mundo de los denominados expertos financieros mantiene estos días una enconada disputa alrededor de esta expresión inglesa que en román paladino consiste en la obligación de valorar los activos de los bancos a precios de mercado. Si un banco concede un crédito hipotecario de 300.000 euros por una casa que vale 400.000 no pasa nada. Pero si el mercado se desploma y la casa pasa a valer 200.000 euros, el banco tiene que provisionar 100.00 euros. El banco sigue siendo el mismo y la casa también, pero la ortodoxia de la contabilidad y una elemental norma de prudencia así lo indica. Sin embargo esta obligación está para muchos en el origen de la crisis ya que las entidades financieras, primero de Estados Unidos, y luego del resto del mundo tuvieron que poner de golpe decenas de miles de millones para ajustar sus balances al precio real de los activos que figuraban como garantía de los créditos. Como además nadie se prestaba dinero entre sí había que pagar un sobreprecio por un dinero que sólo tenía una finalidad contable, pero que no iba destinado al mercado productivo. Esa espiral llevó a la ruina a Lehman Brothers y tras este gigante americano, tantos otros. Ahora se plantean, encabezados por el multimillonario Buffett dulcificar la norma y dar a los activos un precio simbólico que ahorre a los bancos esta cascada de provisiones con la excusa de que un bien que no tiene mercado no tiene precio. Ahí está el quid de la cuestión pero nadie sabe a ciencia cierta si será peor el remedio que la enfermedad.

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